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Se alquilan amigos



Camilo José Cela Conde


Internet refleja las entrañas de la economía de mercado mejor que ningún otro invento que se haya hecho desde la época de Adam Smith. Si hay algo que pueda venderse, estará en la red de redes como oferta al alcance de cualquiera que tenga los dineros necesarios para poder comprarlo, desde un incunable hasta los cromos de la primera colección de Nestlé. Se venden incluso amigos, según he leído hace poco; se alquilan, en realidad.


Un “friki” de 30 años –un anciano, para los valores imperantes ahora– ha montado una página web en la que se ofrece el servicio. Pese a que la página proclama que se trata de una iniciativa platónica, no es tal: cuesta dinero. No mucho, bien es verdad; por 10 dólares, uno puede hacerse con un amigo durante una hora (renovable).


La tarifa alcanza hasta en ocasiones cinco veces más aunque, ¡ay!, no he acabado de entender qué hace que un amigo sea más caro que otro. Parece, en cualquier caso, que la cosa copia una costumbre japonesa, país donde se alquilan familiares para bodas y festejos.
Más de 200 mil amigos en la bolsa de la oferta ponen de manifiesto que el asunto es serio aunque, bien mirado, las necesidades mercantiles van más allá. Así, sólo hay un amigo en alquiler en todo el reino de España, canario a mayor abundamiento, varón y talludito. Cabría esperar un catálogo más nutrido con, qué sé yo, amigos de distintos pelajes, aficiones y edades.


Pongamos que uno necesita festejar su cumpleaños y se encuentra con que los amigos gratis tienen compromisos mejores. No es cosa de contratar a media docena de sustitutos a tiro fijo con el riesgo de que, entre ellos, aparezcan un tránsfuga parlamentario, un pedófilo con o sin sotana y un histérico de los de bandera y gol.


La idea magnífica de los amigos en alquiler a bajo costo puede, no obstante, contar con dificultades legales. Al fin y al cabo, la necesidad de estar con alguien a quien darle el rollo es la esencia misma de la prostitución. Así que cabe esperar que se produzca una regulación del sector antes de que las aguas se salgan de su cauce.
A eso mismo se refería el cuento de Woody Allen en el que se podía pagar a una hetaira para mantener con ella una conversación sobre Kant, Schopehnahuer o Hegel, a elegir. Lo suyo es que exista un menú con lista de precios para saber qué amigo alquila uno y qué es lo que está dispuesto a hacer en aras de la amistad.


Por poner un ejemplo, amigos para ir al cine pueden ser de lo más económico: los diez dólares de la tarifa mínima, más la entrada y el bote de las palomitas. Pero un amigo capaz de salir en defensa de uno en situaciones difíciles –ruptura conyugal, pérdida de empleo, elecciones próximas– podría llegar a valer su peso en oro, si no está muy gordo. La cotización más alta alcanzaría a quienes, amistad por medio, estuviesen dispuestos a testificar en falso, asumir riesgos ajenos e incluso ir a la cárcel.

Aunque ahora caigo en que la figura está ya inventada de sobras. A eso mismo se le llama, al menos en España, un testaferro.

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